La predicadora nos invita a reflexionar en la importancia de la revelación de Dios: ese momento en que Él quita el velo y nos permite ver lo que estaba oculto. No depende de nuestra capacidad ni de nuestra inteligencia, sino de la gracia y del Espíritu Santo que nos abre el entendimiento.
“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (Jeremías 33:3).
Jesús hablaba en parábolas porque no todos estaban listos para recibir el mensaje. Sin embargo, a sus discípulos les revelaba los misterios del Reino.
“Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado” (Mateo 13:11).
La predicadora enfatiza que debemos acercarnos a Dios como niños, con sencillez y un corazón dispuesto. Solo así podemos recibir lo que Él quiere mostrarnos.
“En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” (Mateo 11:25).
La revelación es progresiva: Dios no nos muestra todo de una vez, sino poco a poco, a medida que crecemos en fe. Esa revelación nos fortalece y nos libra del engaño.
“Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10).
Además, la Biblia nos recuerda que la Palabra de Dios está viva y es poderosa para iluminar y discernir nuestro caminar.
“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos” (Hebreos 4:12).
El mensaje es claro: la revelación no es conocimiento humano, sino un regalo divino para quienes se acercan con un corazón humilde y dependiente de Dios. El Señor nos invita a clamar, a buscar su presencia y a dejarnos guiar por el Espíritu Santo. Solo así podremos ver con claridad y vivir en los misterios del Reino.
“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32).
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